
Sus hermanas, desoladas, me comunican la mala nueva. Hablo con la vicaria, sor Francisca (83 años), y veo que su mente también salta las tapias del histórico edificio. “A mayor contemplación, mayor acción”, me dice tan pancha. “No puedes guardarte el amor de Dios solo para ti, sino que tienes que darte y abrir las puertas para amar y consolar”.
Buena condiscípula de la fallecida abadesa, sí. “Se adelantó al Concilio”, señala. Y uno concede que es la hora de los elogios, por más que pude comprobar en ocasiones que pareciera que el Vaticano II se le quedaba corto y que el papa Francisco, en quien tenía depositadas todas sus esperanzas, iba un poquitín lento con las reformas para su gusto…
Pero sor Francisca, por momentos con la voz entrecortada, sigue rememorando y cuenta aquella ocasión en que una muy joven sor Clara, harta de las discriminaciones entonces existentes, pidió que se quitara el velo blanco que distinguía a las hermanas legas, las que tenían que hacer los trabajos más duros simplemente porque la dote con la que habían accedido al convento había sido menor de lo estipulado.
La intrépida clarisa capitaneó una revuelta intramuros que la llevó a escribir al Obispado y a la Nunciatura. Cansada de esperar respuesta, escribió a la Santa Sede, desde donde, finalmente, llegó la dispensa. Al poco, aquellos velos ardían en una purificadora hoguera en el claustro del convento. Años después, el Concilio los suprimió. Pues sí, una precursora cuyo espíritu supo darle siempre esquinazo al calendario.